Las Muletas

Las Muletas

Yo quería ir, necesitaba ir, pero el maldito médico me lo prohibió taxativamente cuando se lo conté.

Pues me habían operado recientemente de la cadera derecha prótesis incluida y andaba con muletas, pero aquel viaje a Suiza se presentaba prometedor y gratificante ya que necesitaba también moverme un poco por lo que estaba harto de permanecer tanto tiempo en la mazmorra (oficina). Mi decisión salomónica fue no hacerle el menor caso al galeno.

O sea que al final me fui a Ginebra tal como había planeado, con mis muletas, pues claro que sí! Un verdadero engorro. Con el equipaje de mano, las muestras de vino por facturar, lo del “trolley”, lo de las muletas… todo me venía grande para poderme manejar con soltura ya que no sabía donde demonios ponerlas (a ellas claro) se me caían en el suelo, tropezaba con ellas, etc. Suerte tuve de un buen samaritano, el Pep amigo donde los haya, que se ofreció a acompañarme en el viaje…

Embarco con pesadumbre y al subir la escalera del avión, veo con sorpresa que los pasajeros me ceden el paso (mi amigo se reía de mí) e incluso alguno me ayuda a subir los peldaños de dicha escalera para llegar al interior de la nave. Un poco consternado, ubico mi asiento por su número, dejo las muletas apoyadas en el pasillo como buenamente puedo, mi amigo me ayuda a poner el equipaje de mano en el compartimento superior y otra vez me reencuentro con el incordio de las muletas, que por ser prudentemente largas, no sabia demasiado bien ni como ni donde acomodarlas.

Una guapa y agradable jovencita me pregunta en francés: ¿puedo? Y antes de que yo pudiera, pobre de mí, decir nada, me las arrebata suavemente de las manos y muy cuidadosamente me las deposita en otro compartimento, unos asientos algo atrás, pide perdón a un caballero del asiento correcto, le retira su bolsa de viaje, colocándola al final derecho del habitáculo y deposita mis muletas a lo largo del espacio que quedó vacío cabiendo ambas muletas en el espacio elegido por la señorita. Le doy infinitas gracias. Y además, encima, me sonríe. El periplo empieza bien, pensaba yo.

El viaje, bien, muy placentero, y al ir a desembarcar, antes de que me diese yo cuenta de nada, la misma señorita, cuando ve que ya me he incorporado y tengo mi equipaje de mano ya encima del asiento por obra y gracia del Pep, recupera mis muletas y me las entrega suavemente como si de un tesoro se tratara.

¿Qué tendrán las dichosas muletas que no tenga yo?

En fin, que a duras penas me traslado al domicilio de mi amigo suizo en taxi, quien al verme (el no sabía que me habían operado, no) me abraza, me coge el equipaje, me dice que no me mueva de donde estoy, me coge mis dos, ya para mí preciosos tesoros, las pone dentro de la casa y regresa y me agarra por la espalda y el brazo hasta que me deposita en un asiento seguro. El perro de la casa, buen conocido mío, Lucky, que solamente tiene tres patas y el pobre ni siquiera sabe lo que es una muleta (¿no harán de pequeñitas para perros debía el pobre pensar..?) , me mira con lástima verdadera y veo en su tierna mirada que también quiere ayudarme, pero sabe que no puede. Bueno, la intención del animal es realmente instintiva, casi humana y por esto le acaricio el hocico a lo cual el me corresponde con un espontáneo lametón en la mano gesto que realmente aprecio muchísimo. Estoy seguro de que el lisiado animal se ha dado perfecta cuenta.

Paso como puedo los tres días que estoy en Suiza en medio de autobuses y trenes, todo Dios me cede siempre el asiento (los transportes públicos en Suiza, siempre van llenos ya que funcionan a la perfección…) Hago las visitas que había previsto (venta de vino, claro, no se hacer otra cosa) y por la noche siempre regreso a la morada de mi amigo Vicente, sano y salvo. Le explico mi adoración por los ciudadanos suizos, a lo cual el me contesta que es normal. Pues nada, que me alegro mucho, de verdad, le contesto con no cierta ironía.

Vicente me traslada al aeropuerto el día de mi salida. Allá me reencuentro con mi viejo amigo. El Pep.

Hay poca gente, lo cual encuentro bastante extraño. Paso el control fugazmente y al cabo de nada ya me encuentro en el vestíbulo de partida. El avión lleva bastante retraso y cuando llega la hora de embarcar veo que hay una cola interminable de personas que también esperan para abordar la nave.

Antes de que me diera cuenta, una azafata me coge del brazo y me lleva al principio de la fila, al lado de los pequeños, mujeres embarazadas y los ancianos. También me trae una silla para que me siente tranquilamente. Pero no la uso, me descanso arrimado a una pared de cristal.

Embarco y ya a bordo pues tres cuartos de lo mismo o sea la misma amabilidad que he expresado al principio de este pequeño resumen. Me siento inocentemente importante; nunca recuerdo haberme sentido tan notable (o destacable) en la vida. Buena parte del pasaje ( con los que tropiezo que son muchos) pendiente de mis muletas y de mí o por lo menos así me lo parece.

La muleta: un gran invento social, es mi primer pensamiento.

Ahora ya estoy mucho mejor de mi operación y ya no me hace falta ninguna muleta, por suerte. Pero prometo que en homenaje y agradecimiento al insigne invento, siempre las llevaré conmigo, o al menos una, en los próximos viajes que realice, por lo menos en un par de años. Faltaría más.

Nadie en mi vida me ayudado tanto en mis viajes. No.

Que no soy un aprovechado de la vida, no. Lo que pasa es que me he convertido inconscientemente en un empedernido previsor. ¿Y si en alguno de los viajes que hago en solitario caigo o me lesiono, donde demonios encuentro yo una muleta? Está claro que lo más oportuno es traérmela conmigo por si acaso.

Que no, que no me pillarán desprevenido. Seguro que no.

Si yo fuera el alcalde de mi pueblo, en algún que otro lugar, ya habría un monumento dedicado a la muleta. Seguro.

No Comments

Post A Comment